El
hombre primitivo no tenía nada que lo favoreciera en su torno, nada de lo que
tenemos hoy, salvo animales para la caza y la pesca y algunos vegetales silvestres
comestibles. Lo rodeaba una naturaleza exuberante, bestias salvajes y en
general un mundo desconocido. Aunque “mundo” es una noción que todavía no había
hecho consciente, fuera de lo que conocía en lo inmediato y perentorio. De la
misma manera como ocurre al hombre actual, sentía hambre y sed, necesidad de
abrigo y seguridad y, fundamentalmente, le embargaba la necesidad de obtener
recursos para satisfacer esas necesidades y asegurarse de los peligros
acechantes.
No hay vestigios de que, por más que nos
remontemos en los tiempos primitivos, existiera una criatura con rasgos humanos
que viviera despreocupada de estas fuertes limitaciones con que debía lidiar
desde su nacimiento. Si la hubo, por la misma razón, tuvo que extinguirse. Es
de suponer que en el principio de los principios estuviera en condiciones de
responder a ellas instintivamente, como cualquier otro animal. En todas las especies
existe una actitud inicial que consiste en vivir en atención primordial a la
posible presa y al posible depredador, atento a la caza y al peligro.
El homínido en cambio no es completo en este sentido, y
vive en condiciones de total indefensión respecto a sus depredadores y a las
condiciones adversas del clima. También carece de habilidad para conseguir el
alimento por sus solas manos. Si el hombre primitivo pudo sobrevivir y superar los
problemas que le agobiaban, fue porque de alguna manera procuró lo que
necesitaba. No quedó esperando que llegase el momento de la muerte por hambre o
frío. No quedó a expensas de la adversidad e hizo lo que había que hacer: tuvo
la necesidad de actuar y actuó. La predisposición a conseguir lo que no es
propio de conseguir por vía natural es uno de los mayores distintivos de la
especie humana.
Su misma conformación biológica le ayudó a desarrollar el
ingenio, algo de lo que al parecer disponen todos los animales en algún grado. El
humano pudo adquirir o crear algunas nociones fundamentales para la
sobrevivencia, como las de herramienta, instrumento, procedimiento, estrategia,
es decir, el sistema de la técnica: la maniobrabilidad, el movimiento, la
transformación de los elementos de la naturaleza en objetos aptos para obtener
utilidad, etcétera. Pero el ingenio debió desarrollarse, crecer y especialmente
aplicarse ante la heterogénea constelación de elementos adversos.
Se supone que en el problema está escondida la sutil sugerencia
que conduce a su solución. Resolverlo consiste en concebir un ingenio capaz de
contrarrestarlo, superarlo, de convertir lo que tiene específicamente de
inconveniente para el humano en algo conveniente y a favor de la vida. Y
consiste en la segunda iniciativa de convertir esa concepción en algo útil y
concreto, en construir o llevar a la práctica el ingenio sugerido y vuelto
realidad. Fortalecer, prolongar, aumentar la fuerza de los miembros, afinar la
motricidad de las manos, coordinar las acciones de modo de actuar en grupo,
planificar las acciones necesarias e imprescindibles. También, aprender a esperar,
a advertir los hábitos de las presas, a aprovechar los cambios del clima, a advertir
los ciclos de la naturaleza y el cosmos.
EL GRAN APRENDIZAJE
En
síntesis, el ser humano tuvo que aprender a pensar, algo para lo cual
quizá no estaba del todo preparado en el inicio de los inicios. Algo con que
complementó sus carencias como individuo de una especie destinada irremediablemente
a proveer artificialmente (culturalmente) sus propios recursos. O, quizá, y
ante la enorme desproporción respecto a los recursos de las demás especies, en
especial la de sus depredadores, hubo de magnificar los propios en términos
instrumentales y tecnológicos. Ya no sólo responder a sentimientos, creencias,
mitos o religiones, únicas respuestas de que disponía ante la incertidumbre y
el misterio.
Dio lugar, pues, a la planificación y fabricación de
artilugios, es decir, a una cultura de supervivencia. En esto se basó la vida
de los hombres primitivos, si le agregamos la lucha entre ellos mismos por
algún motivo de supervivencia o por causas generadas en la misma lucha. Y,
desde que se involucra en lo que ya no es sólo provisto por la naturaleza, la fuerza
física, la habilidad corporal, la destreza en el movimiento, se implementa de a
poco en el ser humano la necesidad de pensar, que se agrega a la
de actuar. De modo que “fabrica” ideas, series de ideas, pensamientos.
La necesidad de pensar fue una necesidad del todo práctica;
casi no hay necesidades en el hombre primitivo que no sean de orden práctico,
pues, como resulta obvio, para él era urgente seguir con vida, una fuerte pulsión
o dirección de carácter innato. Lo cultural, lo creado genuinamente, resultó de
la necesidad de proporcionarse los medios para conseguirlo con éxito. Y de la
creación de esta clase de recursos para la vida –aplicación de los elementos
primarios de la naturaleza, la piedra, la madera, las pieles animales–, pudo
surgir la idea de utilidad práctica. Se activó la conciencia de algo
fundamental, la distinción entre lo útil y lo inútil para la vida.
Antes quizá de concebir claramente nociones como lo bueno y
lo malo, o lo feo y lo bello, el hombre primitivo pudo concebir lo útil y lo
inútil: pudo funcionar esta distinción de la misma manera como luego funcionará
en la historia humana lo verdadero y lo falso. Ahora bien, al concebir lo útil para la vida, por oposición introduce una noción secundaria pero interesante: lo
inútil. Esta noción debió resultarle tan funcional como la otra, aunque en el sentido negativo, e igualmente, ante los misterios y
problemas que tardaron en relacionarse con lo práctico: el orden del cielo, la
sucesión de las estaciones, los fenómenos climáticos, la muerte.
Es el mito el que rinde cuenta del funcionamiento del
cosmos, y hay algo que siempre queda librado al azar, a la interpretación,
colgado entre las más oscuras e indescifrables interrogantes. Lo que queda sin
respuesta, lo que no tiene explicación práctica, en cambio, puede darse como
apertura del misterio, como respuesta inútil, pero de utilidad plausible,
aunque oculta. Queda flotando más allá de la realidad de la vida, por
encima del punto crucial de supervivencia, libre de toda
certeza. Pero, de cualquier modo, lo que no tiene respuesta es hecho consciente,
como idea vacía, como misterio, y conservado como se conservan las certezas por
el sólo hecho de despertar la curiosidad. En esa incertidumbre anida quizá un
poder desconocido que interfiere furtivamente la realidad y la vida. Lo inútil se
acopla a lo útil como probabilidad inherente a la supervivencia.
EL PROBLEMA DEL SENTIDO
Hay,
pues, una utilidad comprobada y una inutilidad a comprobar. El mito explica lo
que hay que explicar en cuanto a lo real e inmediato, es decir, explica lo
útil. Mientras que lo irreal y mistérico, cuya utilidad se desconoce, se
explica por la vía opuesta, la de lo inútil y desdeñable. El pensar que no se
justifica en lo práctico demora en hacerse patente en la mente del hombre, a
través de los milenios. Pero, como no podría ser de otra manera, dado el recién
conquistado poder de pensar, se consolida paulatinamente como lo hizo el de
creer en el mito. El pensamiento se independiza de la necesidad práctica y se
aventura en el terreno no urgente, es decir, en lo inútil.
Lo inútil considerado desdeñable, pasa a ser visto
como aspecto desconocido de lo útil, es decir, como problema. Si al principio
se vive el problema de la inutilidad, incapacidad corporal, cobardía, debilidad
en la voluntad, holgazanería, vacilación ante el peligro, luego se vive, al
revés, la inutilidad como problema. La inutilidad, esa ventana a lo desconocido
(¿para qué sirve el cielo estrellado?, ¿para qué los océanos y las montañas?, ¿para
qué las tormentas, los diluvios y las sequías, en fin, ¿para qué la vida y la muerte?),
se convierte en una puerta que da a una constelación de nuevos problemas. Las preguntas
inútiles trascienden la física de la vida útil, es decir, la realidad conocida,
para transformarse en una meta-física de la vida inútil, de la realidad
desconocida, de las ideas independientes del orden primario o supervivencia.
Habíamos observado que en el problema está escondida la
sutil sugerencia que conduce a la solución del mismo problema. Que resolverlo
consiste en aplicar un ingenio capaz de contrarrestarlo, superarlo, en convertir
lo que tiene de inconveniente para el humano en algo conveniente y a favor de
la vida. Pues bien, las respuestas a las preguntas inútiles también se inspiran
en el mismo problema, ya no para inferir lo conveniente de lo inconveniente
sino para exhumar posibles secretos y misterios cuya solución no tiene
aplicación práctica en el orden de necesidades primarias. Los problemas no
prácticos promueven una actividad de pensamiento que ha aprendido a funcionar y
se atreve a incursionar por terrenos cada vez más complejos (los de las
preguntas del tipo ¿para qué sirve?). Delimitados los planos de utilidad
práctica e inutilidad práctica, se origina el problema de esta misma
distinción. Adquiere gran relieve otra clase de problemas a medida que los
prácticos se van resolviendo. La pregunta para qué sirve esconde y a la
larga descubre esta otra pregunta: ¿qué sentido tiene para la vida lo que no
es aplicable en la práctica? Se presenta un nuevo problema o nuevo orden de
problemas.
El sentido de las preguntas y respuestas entra a desempeñar
el papel que anteriormente desempeñaba la incertidumbre. No importa que no se
responda la pregunta en los términos esperados; lo que importa es que se declare
que el problema tiene o no tiene sentido, un sentido que tiene que ver indirectamente
con la vida e incluso con la supervivencia. Por lo que la respuesta no es la
respuesta al problema sino una interpretación de la pregunta, nada más que una
especie de nueva pregunta que oficia como respuesta. Entonces asoma una inicial
comparecencia, apenas esbozada, de respuesta como contribución filosófica.
LA MARCA EN EL ENTORNO
Se
distingue, pues, el problema y el sentido del problema, el problema como
presentación de un escollo para el pensamiento, como objeto de una dificultad
para el quehacer, en el afán por superar la adversidad, y el problema como
expresión de un sentido oculto en la misma pregunta, que no la responde
directamente y sólo la interpreta. En este intercambio entre pregunta y
respuesta se juega toda una sucesión de etapas históricas en las que se
transita desde las creencias primitivas del hombre de las cavernas a la magia y
al tótem animal o vegetal, del mito a las primitivas religiones, de la
superstición y el saber común y corriente a la filosofía y la ciencia.
El mecanismo de preguntas y
respuestas, con sus derivaciones en la actividad práctica, es todo con lo que
cuenta el hombre para mantenerse con vida en el entorno, si se exceptúan los
aspectos favorables a la vida ofrecidos por la misma naturaleza. Se establece
un intercambio entre lo que hay que resolver y lo resuelto, entre lo
desconocido y lo que se vuelve conocido, entre el problema y su solución. De
ese intercambio se va formando una noción fundamental, de carácter a veces funcional
y a veces no funcional, con un fuerte componente subjetivo: la noción de verdad
confiable. Pues, si lo adverso se modifica lo suficiente como para convertirse
en favorable, entonces se puede pensar en que la realidad circundante responde a
la acción humana y es como la mente humana la pensó en el momento de resolver
problemas.
Hay una devolución por parte del
entorno que constituye la marca indefectible de la acción humana sobre la
naturaleza. Para lo cual es preciso que se encuentre una solución para cada problema:
si una corriente de agua corta el paso, se construye un puente, con lo que no
sólo se elimina el obstáculo para la circulación, sino que además se mejora la circulación
acortando las distancias y haciendo que las comunicaciones resulten fluidas. De
esta domesticación del entorno (así el caso de la domesticación de animales y
vegetales), surge una configuración de la realidad, y de esta configuración aquello
que en ella responde a las ideas y a los actos humanos y, por tanto, a lo que
puede considerarse verdadero en ella.
Partiendo de lo práctico y utilitario,
y aprovechando lo que no es aplicable y efectivo en la acción concreta, el
hombre conquista el plano de las nociones abstractas, en un principio reconocidas
sólo en el plano de los deseos, del odio, de la envidia, del afán de poder, del
amor. Ahora cuenta con nociones abstractas que le permiten identificar lo que
en la realidad es aprovechable para la vida. Aquello que en un principio
clasifica entre lo inútil, ahora atesora como útil en potencia, como tarea que
ayuda a elaborar la idea de utilidad práctica de una manera refinada. Lo
inútil, no todo, por supuesto, encuentra su función suprema entre lo efectivo
para la vida desde que ayuda a concebir lo que falta para asegurarla.
Esa comunión entre el entorno y la
acción humana, el encontronazo entre la adversidad y la resolución de problemas,
se da en la experiencia humana. Se reconoce como una dialéctica de
lo dado y el hombre o, se diría, entre lo que no es dado al hombre y lo que
debe obtener para participar en el mundo. Si la experiencia avisa sobre la
efectividad comprobada de una respuesta ante lo adverso, entonces, paulatina y
selectivamente, se consolida un saber sobre el mundo. Y está todo
preparado para que este saber se exprese en tanto filosofía: no sólo como saber
sobre las cosas y la vida, sino también como afición por cultivarlo y
perfeccionarlo. Si los problemas son resueltos, entonces la realidad se identifica
con una presuposición de la realidad, puesto que las soluciones ha sido
efectivas. De lo en origen inútil para la vida, el saber humano conquista el
plano de disposiciones más útiles para la vida.
La filosofía busca el sentido de lo
práctico y no exactamente las razones de lo práctico, aunque se valga de
razonamientos y series de razonamientos. Su propósito se formaliza, como
decíamos, con nuevas preguntas, las que muestran aspectos desconocidos o no
tenidos en cuenta por las preguntas originarias. Se ocupa en devolver los
formatos más que los contenidos, los porqué de las preguntas más que los porqué
de los asuntos y temas. Elabora nuevas configuraciones y disposiciones del
saber y no estrictamente un nuevo saber, con lo que descubre un nuevo sentido para
los asuntos de siempre. Esta es la particularidad de la filosofía que, al
desconocerse, induce a pensar en su inutilidad práctica, en su inviabilidad en
un mundo en el que lo práctico es un cultivo cada vez más intensivo y a la vez
más extensivo. Y lo práctico desprovisto de sentido deja de ser práctico para convertirse
en simple acumulación residual.
Lo abstracto, pues, nace de la
experiencia, como lo concreto, nociones que pierden un poco de la tradicional polaridad
con que aparecen en los textos de filosofía. La experiencia se ocupa de
consolidar ambos planos como las dos caras de una misma moneda, como dos potencias
que lejos de rechazarse se atraen, constituyéndose en conjunto como una
facultad fundamental de la inteligencia.
LO HUMANO DE LA FILOSOFÍA
Lejos
de resultar sólo la labor especializada de los filósofos, la filosofía es una
de las actividades abstractas más generalizadas en la vida corriente de los
seres humanos. Prácticamente, todos somos capaces de referirnos al mundo y a la
vida mediante reflexiones propias, elaboradas a partir del contacto experiencial
y en función de enseñanzas que ese contacto imprime en la inteligencia.
Cualquiera puede responder a los interrogantes que se plantean en la vida recurriendo
al acervo personal decantado por la experiencia de vida.
Por supuesto, no puede llamarse estrictamente
filosofía a cualquier conjunto de opiniones sobre la vida y el mundo. La
calificación definitiva es una cuestión de selección y jerarquización del saber,
y mucho o todo de lo que una persona opine al respecto puede resultar charla
barata, repetición o simplificación de los grandes problemas. Sin embargo, la actividad
realizada es propia de la filosofía, incluso la clase de método seguido por
todos el cual consiste en aprovechar la comparecencia entre lo puesto y lo contrapuesto,
lo desfavorable y lo favorable; un aprendizaje que se obtiene por la
experiencia. Cada opinión, cualquiera sea, también buscará que el tema en desarrollo
se apoye en un sentido considerado primordial.
Se afanará por agregar valor humano –compartible– al
razonamiento utilizado. Además de convencer, el opinador corriente buscará disimular
o mejorar cualquier debilidad que pueda deslizarse en su disquisición interponiendo
un sentido. Y esto también es propio del procedimiento general de la filosofía,
la que frecuentemente propone grandes sentidos para la vida humana, tendencias
o direcciones que puede tomar en su proceso histórico y que define la condición
de la especie. Incluso, el problema de discernir si tiene sentido la misma
existencia del mundo y de la vida.
La filosofía no puede ocuparse de lo que carece de sentido
humano; no se conoce el caso de una filosofía que se ocupe de alguna otra de
las condiciones de vida o de existencia, orgánica, inorgánica, no humano o
extraterrestre (la hay sí de lo inhumano); de eso se ocupan las ciencias. Si es
filosofía, entonces se trata de preguntas-respuesta acerca de relaciones entre
lo humano y el resto: lo humano y la vida, lo humano y la muerte, lo humano y
el más allá, lo humano y las posibilidades del conocimiento, lo humano y las
cosas, entre los mismos humanos, entre lo humano y el planeta, lo humano y el cosmos,
en fin, pero siempre en relación con lo humano.
Por lo que la filosofía es una necesidad como cualquiera
otra, una necesidad no primaria, pero no por eso menos imperiosa. José Ortega y
Gasset ha observado que “la necesidad de lo útil es sólo relativa a su fin”, pues
la “verdadera necesidad es la que el ser siente de ser lo que es –el ave de
volar, el pez de bogar y el intelecto de filosofar. Esta necesidad de ejercitar
la función o acto que somos es la más elevada, la más esencial”. La filosofía, agrega,
“no brota por razón de utilidad, pero tampoco por sinrazón de capricho. Es
constitutivamente necesaria al intelecto. ¿Por qué? [...] Por esta sencilla
razón: todo lo que es y está ahí, cuanto nos es dado, presente, patente, es por
su esencia mero trozo, pedazo, fragmento muñón. Y no podemos verlo sin prever y
echar de menos la porción que falta [...] Es el echar de menos lo que no somos,
el reconocernos incompletos y mancos” (¿Qué es filosofía?, Madrid, 1991,
Revista de Occidente-Alianza, pp. 76-77).
Se puede apreciar, por consiguiente, que la filosofía no
nace allá arriba, en el cielo de las especulaciones ni en la torre de las erudiciones:
nace aquí abajo, aunque a partir de las mayores inquietudes y aún a partir de
las menores pero cruciales en cuanto a la vida. Nace, como todo saber, al tomar
conciencia de nuestras limitaciones, al cobrar conocimiento de lo que nos falta.
Si se origina allá arriba lo más frecuente es que repita lo que ya se sabe, aunque
con palabras inventadas o con palabras famosas consagradas por la tradición. No
la promueve ninguna situación cómoda y vive a expensas de las preguntas que nos
hacemos cuando el problema nos aprieta y pide la activación de lo mejor que hay
en nuestra mente.