G-SJ5PK9E2MZ SERIE RESCATE

martes, 27 de febrero de 2024

LA FILOSOFÍA DESDE ABAJO

Contacto con el entorno y lucha contra la adversidad. La técnica que sugiere el problema. Necesidad de actuar y necesidad de pensar. La idea de utilidad práctica. Relación de la supervivencia con lo inútil. Intercambio entre preguntas y respuestas. Realidad y verdad. La experiencia humana.

 

El hombre primitivo no tenía nada que lo favoreciera en su torno, nada de lo que tenemos hoy, salvo animales para la caza y la pesca y algunos vegetales silvestres comestibles. Lo rodeaba una naturaleza exuberante, bestias salvajes y en general un mundo desconocido. Aunque “mundo” es una noción que todavía no había hecho consciente, fuera de lo que conocía en lo inmediato y perentorio. De la misma manera como ocurre al hombre actual, sentía hambre y sed, necesidad de abrigo y seguridad y, fundamentalmente, le embargaba la necesidad de obtener recursos para satisfacer esas necesidades y asegurarse de los peligros acechantes.

             No hay vestigios de que, por más que nos remontemos en los tiempos primitivos, existiera una criatura con rasgos humanos que viviera despreocupada de estas fuertes limitaciones con que debía lidiar desde su nacimiento. Si la hubo, por la misma razón, tuvo que extinguirse. Es de suponer que en el principio de los principios estuviera en condiciones de responder a ellas instintivamente, como cualquier otro animal. En todas las especies existe una actitud inicial que consiste en vivir en atención primordial a la posible presa y al posible depredador, atento a la caza y al peligro.

El homínido en cambio no es completo en este sentido, y vive en condiciones de total indefensión respecto a sus depredadores y a las condiciones adversas del clima. También carece de habilidad para conseguir el alimento por sus solas manos. Si el hombre primitivo pudo sobrevivir y superar los problemas que le agobiaban, fue porque de alguna manera procuró lo que necesitaba. No quedó esperando que llegase el momento de la muerte por hambre o frío. No quedó a expensas de la adversidad e hizo lo que había que hacer: tuvo la necesidad de actuar y actuó. La predisposición a conseguir lo que no es propio de conseguir por vía natural es uno de los mayores distintivos de la especie humana.

Su misma conformación biológica le ayudó a desarrollar el ingenio, algo de lo que al parecer disponen todos los animales en algún grado. El humano pudo adquirir o crear algunas nociones fundamentales para la sobrevivencia, como las de herramienta, instrumento, procedimiento, estrategia, es decir, el sistema de la técnica: la maniobrabilidad, el movimiento, la transformación de los elementos de la naturaleza en objetos aptos para obtener utilidad, etcétera. Pero el ingenio debió desarrollarse, crecer y especialmente aplicarse ante la heterogénea constelación de elementos adversos.

Se supone que en el problema está escondida la sutil sugerencia que conduce a su solución. Resolverlo consiste en concebir un ingenio capaz de contrarrestarlo, superarlo, de convertir lo que tiene específicamente de inconveniente para el humano en algo conveniente y a favor de la vida. Y consiste en la segunda iniciativa de convertir esa concepción en algo útil y concreto, en construir o llevar a la práctica el ingenio sugerido y vuelto realidad. Fortalecer, prolongar, aumentar la fuerza de los miembros, afinar la motricidad de las manos, coordinar las acciones de modo de actuar en grupo, planificar las acciones necesarias e imprescindibles. También, aprender a esperar, a advertir los hábitos de las presas, a aprovechar los cambios del clima, a advertir los ciclos de la naturaleza y el cosmos.

 

EL GRAN APRENDIZAJE

 

En síntesis, el ser humano tuvo que aprender a pensar, algo para lo cual quizá no estaba del todo preparado en el inicio de los inicios. Algo con que complementó sus carencias como individuo de una especie destinada irremediablemente a proveer artificialmente (culturalmente) sus propios recursos. O, quizá, y ante la enorme desproporción respecto a los recursos de las demás especies, en especial la de sus depredadores, hubo de magnificar los propios en términos instrumentales y tecnológicos. Ya no sólo responder a sentimientos, creencias, mitos o religiones, únicas respuestas de que disponía ante la incertidumbre y el misterio.

Dio lugar, pues, a la planificación y fabricación de artilugios, es decir, a una cultura de supervivencia. En esto se basó la vida de los hombres primitivos, si le agregamos la lucha entre ellos mismos por algún motivo de supervivencia o por causas generadas en la misma lucha. Y, desde que se involucra en lo que ya no es sólo provisto por la naturaleza, la fuerza física, la habilidad corporal, la destreza en el movimiento, se implementa de a poco en el ser humano la necesidad de pensar, que se agrega a la de actuar. De modo que “fabrica” ideas, series de ideas, pensamientos.

La necesidad de pensar fue una necesidad del todo práctica; casi no hay necesidades en el hombre primitivo que no sean de orden práctico, pues, como resulta obvio, para él era urgente seguir con vida, una fuerte pulsión o dirección de carácter innato. Lo cultural, lo creado genuinamente, resultó de la necesidad de proporcionarse los medios para conseguirlo con éxito. Y de la creación de esta clase de recursos para la vida –aplicación de los elementos primarios de la naturaleza, la piedra, la madera, las pieles animales–, pudo surgir la idea de utilidad práctica. Se activó la conciencia de algo fundamental, la distinción entre lo útil y lo inútil para la vida.

Antes quizá de concebir claramente nociones como lo bueno y lo malo, o lo feo y lo bello, el hombre primitivo pudo concebir lo útil y lo inútil: pudo funcionar esta distinción de la misma manera como luego funcionará en la historia humana lo verdadero y lo falso. Ahora bien, al concebir lo útil para la vida, por oposición introduce una noción secundaria pero interesante: lo inútil. Esta noción debió resultarle tan funcional como la otra, aunque en el sentido negativo, e igualmente, ante los misterios y problemas que tardaron en relacionarse con lo práctico: el orden del cielo, la sucesión de las estaciones, los fenómenos climáticos, la muerte.

Es el mito el que rinde cuenta del funcionamiento del cosmos, y hay algo que siempre queda librado al azar, a la interpretación, colgado entre las más oscuras e indescifrables interrogantes. Lo que queda sin respuesta, lo que no tiene explicación práctica, en cambio, puede darse como apertura del misterio, como respuesta inútil, pero de utilidad plausible, aunque oculta. Queda flotando más allá de la realidad de la vida, por encima del punto crucial de supervivencia, libre de toda certeza. Pero, de cualquier modo, lo que no tiene respuesta es hecho consciente, como idea vacía, como misterio, y conservado como se conservan las certezas por el sólo hecho de despertar la curiosidad. En esa incertidumbre anida quizá un poder desconocido que interfiere furtivamente la realidad y la vida. Lo inútil se acopla a lo útil como probabilidad inherente a la supervivencia.

 

EL PROBLEMA DEL SENTIDO

 

Hay, pues, una utilidad comprobada y una inutilidad a comprobar. El mito explica lo que hay que explicar en cuanto a lo real e inmediato, es decir, explica lo útil. Mientras que lo irreal y mistérico, cuya utilidad se desconoce, se explica por la vía opuesta, la de lo inútil y desdeñable. El pensar que no se justifica en lo práctico demora en hacerse patente en la mente del hombre, a través de los milenios. Pero, como no podría ser de otra manera, dado el recién conquistado poder de pensar, se consolida paulatinamente como lo hizo el de creer en el mito. El pensamiento se independiza de la necesidad práctica y se aventura en el terreno no urgente, es decir, en lo inútil.

  Lo inútil considerado desdeñable, pasa a ser visto como aspecto desconocido de lo útil, es decir, como problema. Si al principio se vive el problema de la inutilidad, incapacidad corporal, cobardía, debilidad en la voluntad, holgazanería, vacilación ante el peligro, luego se vive, al revés, la inutilidad como problema. La inutilidad, esa ventana a lo desconocido (¿para qué sirve el cielo estrellado?, ¿para qué los océanos y las montañas?, ¿para qué las tormentas, los diluvios y las sequías, en fin, ¿para qué la vida y la muerte?), se convierte en una puerta que da a una constelación de nuevos problemas. Las preguntas inútiles trascienden la física de la vida útil, es decir, la realidad conocida, para transformarse en una meta-física de la vida inútil, de la realidad desconocida, de las ideas independientes del orden primario o supervivencia.

Habíamos observado que en el problema está escondida la sutil sugerencia que conduce a la solución del mismo problema. Que resolverlo consiste en aplicar un ingenio capaz de contrarrestarlo, superarlo, en convertir lo que tiene de inconveniente para el humano en algo conveniente y a favor de la vida. Pues bien, las respuestas a las preguntas inútiles también se inspiran en el mismo problema, ya no para inferir lo conveniente de lo inconveniente sino para exhumar posibles secretos y misterios cuya solución no tiene aplicación práctica en el orden de necesidades primarias. Los problemas no prácticos promueven una actividad de pensamiento que ha aprendido a funcionar y se atreve a incursionar por terrenos cada vez más complejos (los de las preguntas del tipo ¿para qué sirve?). Delimitados los planos de utilidad práctica e inutilidad práctica, se origina el problema de esta misma distinción. Adquiere gran relieve otra clase de problemas a medida que los prácticos se van resolviendo. La pregunta para qué sirve esconde y a la larga descubre esta otra pregunta: ¿qué sentido tiene para la vida lo que no es aplicable en la práctica? Se presenta un nuevo problema o nuevo orden de problemas.

El sentido de las preguntas y respuestas entra a desempeñar el papel que anteriormente desempeñaba la incertidumbre. No importa que no se responda la pregunta en los términos esperados; lo que importa es que se declare que el problema tiene o no tiene sentido, un sentido que tiene que ver indirectamente con la vida e incluso con la supervivencia. Por lo que la respuesta no es la respuesta al problema sino una interpretación de la pregunta, nada más que una especie de nueva pregunta que oficia como respuesta. Entonces asoma una inicial comparecencia, apenas esbozada, de respuesta como contribución filosófica.

 

LA MARCA EN EL ENTORNO

 

Se distingue, pues, el problema y el sentido del problema, el problema como presentación de un escollo para el pensamiento, como objeto de una dificultad para el quehacer, en el afán por superar la adversidad, y el problema como expresión de un sentido oculto en la misma pregunta, que no la responde directamente y sólo la interpreta. En este intercambio entre pregunta y respuesta se juega toda una sucesión de etapas históricas en las que se transita desde las creencias primitivas del hombre de las cavernas a la magia y al tótem animal o vegetal, del mito a las primitivas religiones, de la superstición y el saber común y corriente a la filosofía y la ciencia.

            El mecanismo de preguntas y respuestas, con sus derivaciones en la actividad práctica, es todo con lo que cuenta el hombre para mantenerse con vida en el entorno, si se exceptúan los aspectos favorables a la vida ofrecidos por la misma naturaleza. Se establece un intercambio entre lo que hay que resolver y lo resuelto, entre lo desconocido y lo que se vuelve conocido, entre el problema y su solución. De ese intercambio se va formando una noción fundamental, de carácter a veces funcional y a veces no funcional, con un fuerte componente subjetivo: la noción de verdad confiable. Pues, si lo adverso se modifica lo suficiente como para convertirse en favorable, entonces se puede pensar en que la realidad circundante responde a la acción humana y es como la mente humana la pensó en el momento de resolver problemas.

            Hay una devolución por parte del entorno que constituye la marca indefectible de la acción humana sobre la naturaleza. Para lo cual es preciso que se encuentre una solución para cada problema: si una corriente de agua corta el paso, se construye un puente, con lo que no sólo se elimina el obstáculo para la circulación, sino que además se mejora la circulación acortando las distancias y haciendo que las comunicaciones resulten fluidas. De esta domesticación del entorno (así el caso de la domesticación de animales y vegetales), surge una configuración de la realidad, y de esta configuración aquello que en ella responde a las ideas y a los actos humanos y, por tanto, a lo que puede considerarse verdadero en ella.

            Partiendo de lo práctico y utilitario, y aprovechando lo que no es aplicable y efectivo en la acción concreta, el hombre conquista el plano de las nociones abstractas, en un principio reconocidas sólo en el plano de los deseos, del odio, de la envidia, del afán de poder, del amor. Ahora cuenta con nociones abstractas que le permiten identificar lo que en la realidad es aprovechable para la vida. Aquello que en un principio clasifica entre lo inútil, ahora atesora como útil en potencia, como tarea que ayuda a elaborar la idea de utilidad práctica de una manera refinada. Lo inútil, no todo, por supuesto, encuentra su función suprema entre lo efectivo para la vida desde que ayuda a concebir lo que falta para asegurarla.

            Esa comunión entre el entorno y la acción humana, el encontronazo entre la adversidad y la resolución de problemas, se da en la experiencia humana. Se reconoce como una dialéctica de lo dado y el hombre o, se diría, entre lo que no es dado al hombre y lo que debe obtener para participar en el mundo. Si la experiencia avisa sobre la efectividad comprobada de una respuesta ante lo adverso, entonces, paulatina y selectivamente, se consolida un saber sobre el mundo. Y está todo preparado para que este saber se exprese en tanto filosofía: no sólo como saber sobre las cosas y la vida, sino también como afición por cultivarlo y perfeccionarlo. Si los problemas son resueltos, entonces la realidad se identifica con una presuposición de la realidad, puesto que las soluciones ha sido efectivas. De lo en origen inútil para la vida, el saber humano conquista el plano de disposiciones más útiles para la vida.

            La filosofía busca el sentido de lo práctico y no exactamente las razones de lo práctico, aunque se valga de razonamientos y series de razonamientos. Su propósito se formaliza, como decíamos, con nuevas preguntas, las que muestran aspectos desconocidos o no tenidos en cuenta por las preguntas originarias. Se ocupa en devolver los formatos más que los contenidos, los porqué de las preguntas más que los porqué de los asuntos y temas. Elabora nuevas configuraciones y disposiciones del saber y no estrictamente un nuevo saber, con lo que descubre un nuevo sentido para los asuntos de siempre. Esta es la particularidad de la filosofía que, al desconocerse, induce a pensar en su inutilidad práctica, en su inviabilidad en un mundo en el que lo práctico es un cultivo cada vez más intensivo y a la vez más extensivo. Y lo práctico desprovisto de sentido deja de ser práctico para convertirse en simple acumulación residual.

            Lo abstracto, pues, nace de la experiencia, como lo concreto, nociones que pierden un poco de la tradicional polaridad con que aparecen en los textos de filosofía. La experiencia se ocupa de consolidar ambos planos como las dos caras de una misma moneda, como dos potencias que lejos de rechazarse se atraen, constituyéndose en conjunto como una facultad fundamental de la inteligencia.

             

LO HUMANO DE LA FILOSOFÍA

 

Lejos de resultar sólo la labor especializada de los filósofos, la filosofía es una de las actividades abstractas más generalizadas en la vida corriente de los seres humanos. Prácticamente, todos somos capaces de referirnos al mundo y a la vida mediante reflexiones propias, elaboradas a partir del contacto experiencial y en función de enseñanzas que ese contacto imprime en la inteligencia. Cualquiera puede responder a los interrogantes que se plantean en la vida recurriendo al acervo personal decantado por la experiencia de vida.

            Por supuesto, no puede llamarse estrictamente filosofía a cualquier conjunto de opiniones sobre la vida y el mundo. La calificación definitiva es una cuestión de selección y jerarquización del saber, y mucho o todo de lo que una persona opine al respecto puede resultar charla barata, repetición o simplificación de los grandes problemas. Sin embargo, la actividad realizada es propia de la filosofía, incluso la clase de método seguido por todos el cual consiste en aprovechar la comparecencia entre lo puesto y lo contrapuesto, lo desfavorable y lo favorable; un aprendizaje que se obtiene por la experiencia. Cada opinión, cualquiera sea, también buscará que el tema en desarrollo se apoye en un sentido considerado primordial.

Se afanará por agregar valor humano –compartible– al razonamiento utilizado. Además de convencer, el opinador corriente buscará disimular o mejorar cualquier debilidad que pueda deslizarse en su disquisición interponiendo un sentido. Y esto también es propio del procedimiento general de la filosofía, la que frecuentemente propone grandes sentidos para la vida humana, tendencias o direcciones que puede tomar en su proceso histórico y que define la condición de la especie. Incluso, el problema de discernir si tiene sentido la misma existencia del mundo y de la vida.

La filosofía no puede ocuparse de lo que carece de sentido humano; no se conoce el caso de una filosofía que se ocupe de alguna otra de las condiciones de vida o de existencia, orgánica, inorgánica, no humano o extraterrestre (la hay sí de lo inhumano); de eso se ocupan las ciencias. Si es filosofía, entonces se trata de preguntas-respuesta acerca de relaciones entre lo humano y el resto: lo humano y la vida, lo humano y la muerte, lo humano y el más allá, lo humano y las posibilidades del conocimiento, lo humano y las cosas, entre los mismos humanos, entre lo humano y el planeta, lo humano y el cosmos, en fin, pero siempre en relación con lo humano.

Por lo que la filosofía es una necesidad como cualquiera otra, una necesidad no primaria, pero no por eso menos imperiosa. José Ortega y Gasset ha observado que “la necesidad de lo útil es sólo relativa a su fin”, pues la “verdadera necesidad es la que el ser siente de ser lo que es –el ave de volar, el pez de bogar y el intelecto de filosofar. Esta necesidad de ejercitar la función o acto que somos es la más elevada, la más esencial”. La filosofía, agrega, “no brota por razón de utilidad, pero tampoco por sinrazón de capricho. Es constitutivamente necesaria al intelecto. ¿Por qué? [...] Por esta sencilla razón: todo lo que es y está ahí, cuanto nos es dado, presente, patente, es por su esencia mero trozo, pedazo, fragmento muñón. Y no podemos verlo sin prever y echar de menos la porción que falta [...] Es el echar de menos lo que no somos, el reconocernos incompletos y mancos” (¿Qué es filosofía?, Madrid, 1991, Revista de Occidente-Alianza, pp. 76-77).   

Se puede apreciar, por consiguiente, que la filosofía no nace allá arriba, en el cielo de las especulaciones ni en la torre de las erudiciones: nace aquí abajo, aunque a partir de las mayores inquietudes y aún a partir de las menores pero cruciales en cuanto a la vida. Nace, como todo saber, al tomar conciencia de nuestras limitaciones, al cobrar conocimiento de lo que nos falta. Si se origina allá arriba lo más frecuente es que repita lo que ya se sabe, aunque con palabras inventadas o con palabras famosas consagradas por la tradición. No la promueve ninguna situación cómoda y vive a expensas de las preguntas que nos hacemos cuando el problema nos aprieta y pide la activación de lo mejor que hay en nuestra mente.

 

martes, 7 de noviembre de 2023

VISIÓN VICISITUDINARIA Y PRINCIPIO ESPERANZA

EN TORNO A ERNST BLOCH 

La esperanza, como la desesperanza, no pertenece a la utopía sino a la vida real. La realidad “que aún no es como se espera que vaya a ser” existe en la mente de todos los seres humanos, en cada uno según su particular manera, y responde a los recursos fundamentales de la inteligencia.


Se ha dicho que El principio esperanza (Bloch, 1977) constituye un tratado sobre la razón utópica, “una enciclopedia de los deseos y los sueños diurnos transfiguradores de la historia”, que es la expresión máxima de “una filosofía crítica y afirmativa del porvenir” (“Anthropos”, Nº 146-7), por lo que se presenta como necesario volver a leerlo y a pensarlo. Se ha dicho también que se trata de un “principio cósmico según el cual la realidad no consiste en ser todavía lo que se espera que vaya a ser” (José Ferrater Mora, Diccionario de filosofía).

“A diferencia de los filósofos de la existencia, que a los ojos de Bloch parecen haber desembocado en el camino de la desesperación, él, en cambio, escoge, desde el principio, la calle de la espera y de la esperanza, haciendo valer, en contra del pasivo ser-para-la muerte del existencialismo, el constructivo ser-para-la vida del marxismo utópico. Es más, Bloch intenta extraer lo positivo precisamente de la contraposición dialéctica a lo negativo.” (Fornero, T. I, 87)

 ESPERANZA VICISITUDINARIA

 Pero, ¿qué tiene la esperanza tras su particular luz que ilumina nada menos que desde el futuro? Si es toda presente, realización actual, elaboración actuante, fulguración y alumbramiento, ¿cómo su fuerza puede provenir o alimentarse del futuro? Es tan importante en la vida de los hombres que hasta se la puede concebir como fundamento de una filosofía de vida, o al menos como uno de los principales ingredientes de una filosofía si bien espiritual de todos modos aplicable y pujante.

La utopía en Bloch funciona como “dimensión y horizonte de su pensamiento” (“Anthropos”, Suplemento), se comprueba como sentimiento que germina en cualquier persona, que puede llegar a sostener el ánimo en situaciones límite de pesadumbre y angustia (desesperanza). Pero la realidad que aún no es como se espera que vaya a ser es la realidad en que vivimos, a todas luces la única realidad pensable y conceptualizable. Es pensamiento propio o personal que se hace presente en cualquiera, por lo que la realidad utópica es una concepción de la “realidad real” o de la realidad distópica como cualquier otra concepción, aunque la de Bloch se cuenta entre las más bellas.

Téngase en cuenta que se presenta siempre como ideal, como algo que puede darse o no darse. En persecución del camino el paso es algo que va a darse; en la disposición al sueño el sueño es algo que va a suceder; en la de la lectura cada palabra aparece en una imagen que va a aparecer; en la del trabajo el trabajo está siempre empezándose. La naturaleza está llena de ejemplos en los que el fenómeno está siempre empezándose, como bien lo expresa el mar de Valéry, el follaje de Thoreau, los días de Vallejo o el río de Heráclito.

El paso dado, el sueño soñado, la palabra leída, el trabajo realizado, el mar, las hojas, etcétera, no pertenecen a ninguna realidad acabada ni por acabar, en el sentido físico de la palabra. Por el contrario, la irrealidad a que se aspira en la imaginación viene del pasado, porque siempre está a punto de aparecer y a desaparecer como ya lo ha hecho. Por otra parte, la realidad es una actividad en proceso, flujo y reflujo, a veces expresa según cambios imperceptibles. Y si no fuera así, la física tendría que dejar de definir sus objetos como los define, nunca como algo congelado en el tiempo y el espacio, suspendido de una manera fantasmal entre lo que hay, y el segundo principio de la termodinámica se vendría abajo.

Somos nosotros los humanos quienes suspendemos la realidad en cuadros más o menos estables y duraderos, la modificamos y le atribuimos una verdad sólo aparente. Por lo que la utopía de Bloch no es en verdad y en último análisis verdadera utopía salvo en sus connotaciones ideológicas y políticas. Es verdad que entre lo que se manifiesta en la mente de los individuos hay mucho de utópico, deseado pero inalcanzable. Bloch habla de principio, es decir, de algo que rige la concepción de la realidad, y no habla de la realidad propiamente dicha. No se trata de lo puramente imaginario, de la ilusión, de las quimeras, de lo fantástico o de la ficción.

Hay que distinguir la materia prima o fuente originaria de lo que en última instancia reviste como principio. Lo que deriva de principio puede ser lo que se quiera que sea, pero principio en sí no puede ser abstracción sino algo relacionado con lo concreto, aunque no concreto; de lo contrario sería axioma y no principio, algo relacionado sólo con el mundo matemático o lógico. Es algo que se cumple en dirección hacia otro algo y que, como quiere Bloch, y como quisieron Franz Brentano y Edmund Husserl (también Mauricio Merleau-Ponty y otros), es mitad realidad abstracta (o verdad subjetiva) y mitad realidad concreta (o verdad objetiva). En pocas palabras, es experiencia personal o vivencia.

Bloch no es un utópico, un profeta ni un vidente, sino un filósofo, y su visión es vicisitudinaria, lo que quiere decir que tiene en cuenta lo incidental, la peripecia, la contingencia, las alternativas, los dilemas: quereres, deseos, inclinaciones, tendencias e impulsos, lo imaginable y lo posible en la infancia, en la pubertad, en la vida adulta, en la vida anómala de los enfermos, en los sueños mientras se duerme y en los sueños de la vigilia. Extiende su exploración en el pasado desiderativo, en la ciencia, la magia, el arte y la arquitectura, el mito en todas las épocas y regiones del mundo, en la filosofía y la literatura, en las religiones de oriente y de occidente.

La utopía alcanza sus puntos más altos allí donde “El ser continúa siendo horroroso, pero la visión es venturosa, muy especialmente en el ‛puro ojo universal del arte’” (Bloch, T. II, 388). Bloch no ve el mundo ya hecho sino haciéndose, no concibe la vida ya acabada sino naciendo y desarrollándose; ve la vida no la muerte, como también se ha dicho. De todos modos, se trata de ajustar a la medida las diferentes interpretaciones, de hallarles el talle que corresponda a la comprensión cabal de la vida humana y de la condición humana a la luz de nuevas y sutilísimas sugerencias.

Por lo que se vuelve necesario examinar la calidad de la vicisitud, de descifrar la visión vicisitudinaria, porque entramos en un terreno en que las palabras se dirigen hacia diferentes significaciones y pueden estropearse si estas significaciones se mezclan. Visión vicisitudinaria es la visión que cualquier individuo humano tiene del mundo en que vive y conoce, que tiene conciencia de sí y de los demás. “Vicisitudinaria” porque entiende lo que tiene que entender a través de arduos procesos del entendimiento, no fáciles ni simples. Pues no hay un entendimiento caído del cielo ni una prodigalidad de lo innato suficiente para encarar la vida, una forma de entender que no haya que procurar por diferentes medios, ninguno gratuito ni fácil.

El entendimiento se forma en la medida en que se vive, y sólo la vida suministra lo que se necesita para entender, no sólo por lo que se obtenga desde fuera del fuero íntimo, como por ejemplo el aprendizaje o la educación. Sin la experiencia de vida, sin procesos, sin historia personal, sin entornos de posibilidades e imposibilidades, de aspectos favorables y desfavorables, no hay entendimiento profundo de nada. Los mismos procesos de aprendizaje, la educación, la adquisición de habilidades, la ampliación y la profundización de los conocimientos que  enriquecen la inteligencia son posibles en tanto cada individuo los vive como experiencia única. Son incorporados y asimilados de la misma manera personal los contenidos teóricos, las lecturas, la transmisión oral a cargo de maestros y profesores: es cuestión que cada uno experimenta a su manera y exigen a todos aplicación y esfuerzo.

Esa experiencia nunca es la misma, nunca perfecta, habitual, “normal”, porque no hay cómo establecer el justo grado de la normalidad. En cambio, la vida es vicisitudinaria, conflictiva, cambiante, peleada, llena de dificultades y complicaciones que raras veces se superan o resuelven espontánea y graciosamente. Aun, se trata de resolver problemas que no se superan y resuelven con ayuda ajena, pues el individuo se ve obligado a enfrentarlos valiéndose de sus propios recursos, en la mayoría de los casos, sea porque no dispone de ayuda o porque los problemas no admiten interposición ni mediación de extraños.

 

VISIÓN VICISITUDINARIA


 Visión vicisitudinaria es comprensión a partir de lo experiencial, la que no aplica la información de los sentidos externos, vista, oído, tacto, etcétera, sino la de los sentidos internos, si se puede llamar información, y aunque nunca se podrá establecer una diferenciación perfecta entre las dos dimensiones. Entendemos por “provisión de los sentidos internos” la facultad de sentir en el sentido que corresponde a la subjetividad, a los sentimientos, afectos y desafectos, emociones, pasiones, religiosidad, conmociones morales, estipulación de valores, reflexión introspectiva o razonamiento subjetivo, espontáneo, asistemático.

            Ahora bien, esta visión no surge, como surgen otras, de un resultado final por acumulación o refuerzo, producto del conjunto de todas las provisiones de la experiencia personal. No la provee el almacén grabado en la memoria de circunstancias vividas que se utilizan en ocasiones cualesquiera como un repertorio de soluciones ocasionales o retroducciones. Tampoco surge de la prospección de lo que aún no es, de la inspiración en lo que sólo es probable o posible, de ninguna prospectiva. La visión vicisitudinaria sólo puede resultar de la experiencia vuelta facultad cognitiva: actos físicos vueltos acción neural, circunstancias o vivencias convertidas en algoritmos biológicos incorporados por la inteligencia para replicarse formalmente ante cualquier circunstancia nueva conflictiva, dificultad, contratiempo, obstáculo, atolladero.

            No hay utopía sino alternativa actuante, proyección real de la intencionalidad presente, ya no de futuro. El “impulso de actuación hacia adelante”, como lo llama Bloch (Bloch, T. I, 60), o “espera activa” (ib., 61), la plena función de la espera esperanzada, de la espera ya no necesariamente en espera, es plenamente construcción sin planificación ni organización: es experiencia aleatoria, estocástica y adversativa. Si a la facultad de la esperanza se le quita lo que tiene de irrealizado, de no consumado, solamente de no esperado o vuelto esperanza en espera, se obtiene el impulso vicisitudinario, la esperanza sin espera, aquello que actúa en nombre del deseo, como afirma Bloch, no del “querer pasivo” o anhelo sino especialmente del deseo, de lo que sólo puede quererse, es decir, de “algo mejor”: “La exigencia del deseo aumenta precisamente con la representación de lo mejor, o incluso de lo perfecto, en el algo que ha de satisfacerlo” (ib., 30).

Visión vicisitudinaria, pues, es inteligencia, pero en estado de naturaleza en tanto esplendor de una creatividad original y dinámica, no instintiva ni adquirida, no artificial ni imitada sino creada a partir de la experiencia conflictiva racionalizada. Es domesticación de la voluntad instintiva y aplicación de la inteligencia recreada y reconstruida por la historia personal. Lo humano es hijo de la adversidad, ha de haber surgido en la faz de la tierra por obra de lo que finalmente ha demostrad ser capaz de convertir lo que es problema en su solución, el obstáculo en el instrumento para superarlo, lo adverso en favorable. Reiteramos la expresión de Fornero: “Bloch intenta extraer lo positivo precisamente de la contraposición dialéctica a lo negativo.”

Si fuera por Ernst Bloch, y pese a su bellísima exposición sobre la esperanza, una de la más enjundiosas exposiciones filosóficas sobre la condición humana, en sus cimas más altas y simas más profundas, no habría cómo reunir lo “que aún no es” y lo que ya es en una sola unidad o dimensión que corresponda a la realidad admitida por todos, esa que nos informa el sentido común. Sin embargo, encontramos que la esperanza, el largo y amplio universo de Bloch, se corresponde con el universo real, el único que puede racionalmente corresponderse con lo humano.

En tanto vivimos la esperanza como vivimos la espera o la expectación, la esperanza vive con nosotros, es nuestra compañera de existencia, es una realidad tan real como nosotros. Aunque responda al deseo de algo y no a algo, igualmente hace vibrar las cuerdas y las cuerdas son reales. ¿Acaso su vibración no es también real? Sólo habría que examinar si esas vibración  pertenece al futuro, si se vive como se vive la espera de cualquier acontecimiento que vuelve a producirse. Aunque la esperanza no nos informe acerca de una realidad concreta, vivimos en ella como si estuviese activo lo que en ella comúnmente encontramos de inactivo, de todavía no llegado, no generado o nacido o en estado de sólo posibilidad o probabilidad.

 

LAS DOS EXISTENCIAS


La realidad, la vida real, la situación vital, el presente histórico no es lo único que puede verificarse. Pues no todo es verdadero, “veri-ficado” (= hecho verdad según Severino, 24). ¿Puede negarse la realidad de lo que se mueve y palpita, conmueve y modifica el dominio neurológico del cuerpo? ¿Acaso es irreal o no existe la sensibilidad, el llamado sentir del espíritu? Si la esperanza modifica el estado de ánimo, entonces, ha dado lugar a un cambio, y el cambio no es cambio si no se siente, si no se verifica en el cuerpo. Aparece, o en algún caso llega a figurar, como percibido, como haz de una realidad furtiva, de un rincón de la realidad habitualmente inadvertido, marginalizado por el cono de atención perceptual ocupado por lo inmediato.

Se puede dudar de que algo exista, pero para dudar es necesario contar con algo acerca de lo que se duda, porque no se duda de la nada sino siempre de algo. Así lo plantea Emanuele Severino al hablar del cogito de Descartes. Conocemos la existencia de algo y luego dudamos de ese conocimiento, pues no hay posibilidad de la duda si no se refiere a alguna cosa. “Dudamos de todo: de la existencia de la tierra y del cielo, de nuestro mismo cuerpo… Descartes quiere decir: no estamos seguros de que nuestras representaciones correspondan a la realidad externa; dudamos de que éstas sean sólo un sueño. Pero este todo, del cual dudamos, debe ser conocido, para que se pueda dudar de él: si no fuese conocido, no podríamos dudar de él.” (Severino, 45)

           Por tanto, aclara Severino, las cosas existen según las expresamos de dos maneras diferentes. Por lo que el verbo “existir” se refiere a lo que está fuera de la mente, y también al contenido de la mente (ib., 46). Dudamos de la existencia de algo porque “no se sabe si le compete una existencia en la realidad externa o independiente de nuestra mente […] es indudable porque, justo para poder dudar de ello, le debe competer una existencia dentro de nuestra mente”. Con la fórmula “Cogito, ergo sum” Descartes se refiere al ser que existe en nuestra mente. Cogito o pienso quiere decir, pues, “dudo de todo” porque sólo lo pienso. Se duda de que la realidad se corresponda con el contenido (ib., 47).

 

SE VERIFICA UNA COINCIDENCIA


Ahora bien, “si la realidad en ella misma es lo que está más allá del pensamiento, por otra parte el pensamiento es también él, como tal, una realidad en ella  misma: es la realidad en sí del pensamiento. Esto quiere decir que, considerado en él mismo, el pensamiento es la certidumbre y a la vez es la verdad: no la verdad de la realidad que está más allá de la certidumbre, sino la verdad que compete a la certidumbre en cuanto también la certidumbre es una realidad y no una nada. La indudabilidad de la existencia del pensamiento significa que justamente porque está en duda la correspondencia entre la certidumbre y la verdad, hay un punto —Descartes lo llama ‛punto de Arquímedes’— en el cual certidumbre y verdad, pensamiento y realidad en sí, coinciden.” (ib. 48).

Dice Descartes: “Para mover el globo terrestre de su lugar y trasladarlo a otro, Arquímedes no pedía sino un punto fijo y seguro. Así tendría yo derecho a concebir grandes esperanzas si fuese lo bastante afortunado como para encontrar algo cierto e indudable.” (Descartes, 223) Así, pues, el conocimiento de algo se registra objetiva y subjetivamente, y coinciden en cuanto a certidumbre y verdad si se tiene en cuenta que uno se refiere a lo externo y otro a lo interno. Las “normas de verdad o certeza” buscadas afanosamente por los filósofos, especialmente por Karl R. Popper, y reñidas con el sentido común y el idealismo (Popper, 69), son atribuibles al conocimiento subjetivo y no sólo al objetivo. Sólo éste dispone de la verificación, del hecho-verdad, pero el subjetivo también se refiere a hechos, y ambos son existencias. Una existencia de la realidad fuera del pensamiento y otra existencia de la realidad del contenido del pensamiento.

No hay cómo negar que son conocimientos confiables, en los que se puede confiar, dignos de confianza o fe, en los que es posible fiar-se (del latín fidare). Se deposita una fe en uno de ellos porque existe como contenido del pensamiento, y se deposita una fe en el otro porque existe fuera de la mente como realidad en sí. De modo que la esperanza, en tanto contenido del pensamiento, pertenece a la realidad de la mente, y forma parte de la duda en tanto certidumbre implicada en el pensamiento. La esperanza, pues, se corresponde con la duda, es decir, con el pensamiento que piensa sobre su más allá exterior, pero, sea por su grado de confiabilidad o de fe, es el punto en que certidumbre y verdad, pensamiento y realidad, están más próximos y prestos a coincidir. 


LA ESPERANZA ¿ES VICISITUDINARIA?


Hemos dicho que la esperanza, en tanto contenido del pensamiento, pertenece a la realidad de la mente, y sólo falta examinar si esta realidad, en su “más allá exterior”, es atribuible a lo que aún no es o a otra fuente no enmarcada en el tiempo cronológico, ni a lo “que aún no es como se espera que vaya a ser”. Enseguida intentaremos este examen.         

            El algo de que se duda en la esperanza es casi el algo en que se fía; en otras palabras, la esperanza es el punto en que tienden a coincidir el pensamiento y la realidad, aunque no coincidan nunca plenamente. Ese no coincidir nunca plenamente es lo que suministra una fuerza más poderosa que la que separa la duda de lo indudable. Se manifiesta como una sola pulsión, una misma disposición ante cualquier acto a realizar o pensamiento a predisponerse para la acción, y depende del grado de importancia que tenga para la conciencia.

Puede tratarse de un acto sencillo, por ejemplo, encaminarse rumbo a un lugar alejado de donde se está y con un cometido cualquiera. Para entonces, habrá una implícita objetivación del pensamiento proyectada hacia lo venidero o, más exactamente, la consagración o la intención de consagrar un acto que implica un cambio, una modificación del estado en que se está con el fin de adecuarse al estado de situación que adviene. También puede tratarse de algo más complejo o más complicado, por ejemplo, tener que optar por una de dos o más alternativas, decisivas o perentorias. Para entonces, la relación entre el pensamiento y la realidad tenderán a separarse y en el extremo bordearán el escepticismo o la incredulidad.

Siempre dudamos aunque no nos demos cuenta. Y frecuentemente nos encontramos próximos al “punto de Arquímedes” (Descartes, 223), ese punto “en el cual certidumbre y verdad se identifican. Pero Severino señala que la verdad originaria, según Descartes, y que está en el fundamento del saber, “no es algo encontrado por el pensamiento, sino algo que se impone al pensamiento sólo en el acto en el cual el pensamiento piensa, o sea sólo en el acto en el cual el pensamiento se produce”. De modo que “hay un punto —la existencia del pensamiento— en el cual la certidumbre es idéntica a la verdad”. Y, aunque “se trata sólo de un punto”, según Descartes, si se trata de “certidumbres auténticas”, son idénticas a la verdad (Severino, 48).

          La esperanza no puede corresponderse sino con ese punto de Arquímedes que permite mover el mundo. Es inútil negar una fundamental participación de la subjetividad, la flor y nata del sentido común, en el conocimiento científico y en las demás manifestaciones del saber, sea la intuición o las diferentes modalidades de la inferencia, deducción, inducción, retroducción, prospección o probabilidad. No es inoportuno diferenciar estas metodologías, pero sí lo es procurar el desprestigio de algunas o sobrevalorar alguna de ellas. Se debe tener en cuenta una especie de secuela probabilística que no puede ser mensurada ni catalogada como inferencia: la esperanza.

 

SÍ, LA ESPERANZA ES VICISITUDINARIA


Es necesario especificar a qué clase de esperanza se puede atribuir el arduo perfil del conocimiento, sea de la naturaleza que fuere, certidumbre, duda, augur, probabilidad, etcétera. Aquel que participa en el mundo abraza siempre la esperanza, ajeno a la razón estricta, respaldado en la fe, religiosa o no. Algo así como un saber de lo que todavía no es que funciona como un saber concreto y actuante aplicado a lo que ya es. Ese saber de lo que todavía no es, y que a veces nunca llega a ser, presenta diferentes grados de creencia y confianza, por lo que hay más de una clase de esperanza. Sin duda, la que importa es la que dispone de una operatividad consuetudinaria, pragmática, defectible y espontánea.

           Habíamos afirmado que la esperanza pertenece a la realidad de la mente, de lo que se desprende que también es real, aunque referida a un “más allá exterior”. Pero, ¿de qué más allá se trata? ¿Es exterior a la mente? ¿Es un más allá temporal, como lo sugiere el principio esperanza? Un examen minucioso del asunto sugiere que, aunque se trata de un estado mental correspondiente al despertar de la esperanza en la conciencia, o en el subconsciente, el más allá en cuestión no puede resultar sino de la elaboración genuina procesada en la experiencia. Pues no nacemos con la esperanza, aunque sí con pulsiones de la talla del deseo y el amor.

            Por lo que se deduce que la esperanza participa de la gran operación por la que el individuo humano se convierte en un solucionador de problemas y en un revelador de misterios. Se comprueba que forma parte del conocimiento vicisitudinario o vécico. Pues, en tanto el saber vicisitudinario emplaza a la realidad acorralándola en el mundo en el cual ha operado, en el cual ha modificado la realidad volviéndola a su favor, convirtiendo el orden del problema en la solución del problema. Con lo que ha logrado que la certidumbre y la verdad, el pensamiento y la realidad coincidan. Así, pues, la esperanza es eminentemente una fe vicisitudinaria. Y, mientras la utopía se refiere a lo inexistente (lugar que no existe, de acuerdo al término forjado por Tomás Moro), la esperanza se refiere a algo que existe pues se corrobora en el ánimo de la persona.

            Eso no modifica para nada ni le hace la más mínima mella al principio esperanza. Por el contrario, lo complementa, despeja cualquier misterio que pueda presentarse, allana cualquier clase de duda o sospecha sobre un asunto del todo complejo, profundo y arduo. La esperanza tiene su verdadero asiento en el ser y no en el tiempo, su natural arraigo en el presente y no en el futuro, su más encendido fervor en lo biológico y neurológico y no en lo que lo histórico tiene de premonitorio. Lo histórico interviene en cuanto a lo que atañe a la persona, a la historia de la persona. Y de esa historia, lo que ha sido su nervio central, la experiencia metamorfoseada en inteligencia.

 

REFERENCIAS:

“ANTHROPOS”, Revista de documentación científica de la cultura, Números 146-147, Barcelona, julio-agosto de 1993, Ernst Bloch, la razón utópica.

“ANTHROPOS Suplementos”, Barcelona, Número 41, noviembre de 1993, Ernst Bloch.

BLOCH, Ernst (1977). El principio esperanza, Madrid, Aguilar.

DESCARTES, (1980). Obras escogidas, “Meditaciones metafísicas”, Segunda meditación, Buenos Aires, Charcas.

FORNERO, Giovanni (1996). “La filosofía contemporánea”, en Nicolas Abbagnano, Historia de la filosofía, Barcelona, Hora, volumen IV.

POPPER, Karl R. (1974). Conocimiento objetivo, Madrid, Tecnos.

SEVERINO, Emanuele (1986). La filosofía moderna, Barcelona, Ariel.


viernes, 3 de noviembre de 2023

EL DESIGNIO DE ENRIQUETA COMPTE Y RIQUÉ

Hoy día más que nunca hay condiciones para consignar la importancia de un hecho histórico que, aunque ha sido divulgado debidamente por los historiadores de la educación, vale la pena recordar una vez más por su potencial vigencia en relación a nuestra actual enseñanza media y formación docente.

 

La maestra Enriqueta Compte y Riqué (Barcelona 1866-Montevideo 1949, llegada a Uruguay a los siete años de edad) no es sólo la fundadora del primer Jardín de Infantes Público de nuestro país en 1892, condición suficiente para que ganara un puesto de privilegio en la historia de la educación uruguaya. Es también  la principal impulsora de la nueva educación o nueva pedagogía que venía implementándose en la enseñanza primaria en varios países bajo el influjo de los avances en las ciencias experimentales de la época.

El hecho respondía al intento de complementar la tradición en la enseñanza escolar, intuicionista y pestalociana, con los nuevos desarrollos científicos. Si bien a esa tradición no le faltaban connotaciones psicológicas y éticas de gran valor práctico, de todos modos era preciso actualizarla mediante los aportes de las nuevas ciencias, la psicología experimental o la incipiente psicopedagogía. Por aquel entonces sus novedades despuntaban en nuestro país a través de las obras de John Dewey, Ovidio Decroly u Horace Mann, y también por las incursiones de Vaz Ferreira en las nuevas tendencias psicológicas (de W. Wundt, especialmente), de Pedro Figari y Clemente Estable.

La formidable significación de la obra de José Pedro Varela, en La Educación del Pueblo de 1874 y La Legislación Escolar de 1876, permaneció sobreviviente y actuante en la escuela gracias a la obra de un puñado de maestras llamadas por eso “varelianas”, en un primer impulso por corresponderse con el espíritu de la reforma, y que se fue enriquecido en el siglo XX por algunos notables influjos, como el Proyecto de Compte y Riqué. Por lo demás, está redactado con la misma brillantez que la de sus ideas, por su escritura de gran precisión, firmeza y elegancia.

 

INFLUENCIAS Y CONCEPCIÓN PROPIA

 

Creemos que sería en gran parte desconocido el “Proyecto de Creación de una Facultad de Pedagogía” de Enriqueta Compte y Riqué del año 1918 si no fuera por el trabajo de divulgación de maestras investigadoras e historiadores de la educación. El texto completo, de 363 páginas, figura en el volumen Estudio y trabajo, editado como homenaje en Montevideo en el año 1933. Contiene una exposición de las dificultades que se observan en el aprendizaje del niño, no superadas hasta entonces, en estrecha correspondencia con las limitaciones en la formación de los maestros, en quienes la carrera prepara de una forma intelectual y más bien abstracta. El historiador de la educación y profesor emérito Agapo Luis Palomeque aclara que el proyecto de Facultad de Pedagogía estuvo pensado fuera de la órbita de la Universidad y que, aunque encontró el respaldo del Ministro de Instrucción Pública Enrique Rodríguez Fabregat en 1929, nunca fue sancionado. Y señala el “principio cardinal” de Compte y Riqué, según el cual “todos los estudios de la Facultad de Pedagogía deberán ser ‘teórico-prácticos, de observación y experimentación’; y que ‘serán lugares de clase, todos los Laboratorios e Institutos de Experimentación y Producción’ que funcionen bajo la órbita del estado, más los privados ‘que quieran prestar su concurso, en esa forma, a la obra de progreso nacional’” (Palomeque, 2012, 368).

No sólo fue el kindergarten de Friedrich Fröbel, padre de la educación prescolar y de los jardines de infantes en el siglo XIX, lo que inspira a la maestra uruguaya, ni sólo la avanzada pedagogía que contienen los escritos de José Pedro Varela. Ella conoce las innovaciones y sugerencias más importantes de las corrientes que influirán en los pedagogos y psicólogos en el siglo XX y que desemboca en la llamada “escuela activa”. Están en el origen de las tendencias científicas y filosóficas que allanan el trabajo y permiten los desarrollos de la psicología y de la pedagogía desde Decroly y Claparède a Piaget y Vygotski (y en Uruguay desde Clemente Estable a Cledia de Mello).

Nos referimos a uno de los puntos cruciales en la concepción de Compte y Riqué, por el cual se advierte lo que contiene de genuino, quizá relacionable con uno de los fundamentos de la nueva pedagogía uruguaya que, sin embargo, no se diseminó como habría sido de esperar ni se conceptualizó con energía en la formación docente. Ella lo expresa del siguiente modo: “Debe hacerse propaganda para conseguir que la enseñanza profesional del maestro introduzca en su programa la Psicología Experimental por el método de observación, estudiando al niño en distintas fases de su desarrollo, como individuo y como elemento del conjunto que se llama clase o grupo escolar.” (página 12 de Estudio y trabajo, subrayado nuestro)

            Las virtudes del “método de observación” era lo que faltaba en los programas de formación docente, reemplazado tradicionalmente mediante sustitutos teóricos, indudablemente serios y bien fundados en forma especulativa, pero que no promovían un hábito primordial en el maestro. Es uno de los principios básicos de la ciencia experimental, que había tardado en conquistar la teoría psicológica y aún más la pedagógica. Se puede decir que en pedagogía por este principio no se trata de buscar la confirmación de los conocimientos en el desempeño del niño sino, más bien, buscar en el niño la fuente de lo que se pueda saber de él por las teorías y de ese modo enriquecerlas y volverlas fértiles, es decir, oportunamente didácticas.

Además, va implicado el trabajo de incentivar lo que el propio maestro puede descubrir en su propio ámbito, sea el entorno favorable o adverso. No sólo en cuanto a las posibilidades manifiestas del niño, sino también en cuanto a sus potencialidades, a su enorme capacidad para desplegar el orden de las relaciones y la evolución de su sensibilidad física y mental. Este principio, que parece servir de base a la concepción de Compte y Riqué, es también el que gobierna el método concebido a mediados del siglo pasado por la maestra riverense Cledia de Mello de Tourné.

 

PEDAGOGÍA DE NUEVO CUÑO Y CÓMO IMPLEMENTARLA

 

Es imposible transmitir cabalmente todo lo que surge del texto, su inteligencia y su intuición pedagógica incomparable. Pero quizá baste con el siguiente fragmento que contiene un diálogo singular de Estudio y trabajo: “En 1915, una niña alumna de sexto año me preguntó: —¿Para qué sirve aprender a marchar en fila? El tono de la interrogación, sin asomo de ironía, naturalmente candoroso, denotaba que el asunto tenía para ella tanto interés como cualquiera de los problemas difíciles que la maestra le proponía en clase. No pude contener una sonrisa desconcertante para la niña, pensando que esa cuestión podría encabezar un buen capítulo de ciencia pedagógica o social. ¿Por qué se aprende a marchar en fila? Hube de ser sincera y dije: —Marchar en fila, es conveniente para el orden algunas veces; pero marchar hombro tras hombro, mirando siempre la cabeza del que va adelante, doblando a un tiempo la misma rodilla, contando el paso de la misma manera; ir y venir formando tales y cuales líneas, sólo conviene para un efecto del momento; a la vida no le sirve para nada’. Nunca olvidaré ni el acento ni el semblante que acompañaron esta exclamación: —¡Oh! ¡Y cuántas penitencias se han dado en las escuelas por ir mal en la fila!”

            Cree que es necesario elaborar un programa especializado para maestros, como se hace en el plano de todas las profesiones, universitarias o industriales, agronomía, veterinaria, odontología, medicina, también militar, naval, etc. Critica que la pedagogía se enseñe a los maestros sólo al final de la carrera. “Conozco una maestra que en quince días preparó el examen teórico de Pedagogía, y lo dio con resultado bueno. Ella poco sabía del trato de niños, porque no los hay en su familia… ¡Cuántas maestras se han hecho cargo de una clase sin más caudal teórico que el que representa el caso referido!” (19) Antes de Estable, formaliza una reflexión sobre las vocaciones (23) y concluye proponiendo el siguiente plan de estudios: 1º Estudio de vocación del aspirante a maestro. 2º Estudio psíquico del niño. 3º Estudio psíquico de la clase. 4º Metodología general basada en el estudio de la clase. 5º Metodología general basada en el estudio del niño. Propone mantener el plan de estudios de siempre para los Institutos Normales, para no entorpecer su actividad, sino para aplicar el nuevo en una Facultad de Pedagogía para aspirantes a maestros que rindan examen libre.

            El proyecto se adelanta a su época y, como sugerencia de todas las iniciativas que vendrán después, para nada quiere modificar lo que ya está hecho y realizándose normalmente. Propone, en cambio, lo que podría entenderse como “experiencia piloto”, una renovación pedagógica y educativa, siempre bien vista por las autoridades uruguayas en el siglo XX, que luego pudiera replicarse y suplir a la anterior ya superada. Por lo demás, completamente independiente en su carácter experimental, libre de toda otra influencia institucional para que su desarrollo dependa sólo de sus fundamentos originales y pueda ser controlada y finalmente considerada, comparada y juzgada en plena libertad.

Es algo distintivo de las grandes reformas, y el procedimiento sugerido por Compte y Riqué responde al mismo criterio con que se manejó la reforma de José Pedro Varela, que se aplicó en el colegio privado Elbio Fernández para después aprobarse en la esfera pública. Igualmente, el Plan Estable, que demoró en autorizarse para su desempeño en Enseñanza Primaria, pero también las experiencias en las escuelas de Malvín en Montevideo, Progreso y Las Piedras en Canelones a raíz de la iniciativa de las autoridades de Primaria; el trabajo del maestro Agustín Ferreiro en favor de las escuelas rurales y de la formación del maestro rural; el plan renovador en la enseñanza de las matemáticas en los liceos con la debatida “teoría de conjuntos”; las Misiones Pedagógicas del maestro Julio Castro; la experiencia en La Mina del maestro Miguel Soler; la de Jesualdo Sosa en la escuela rural de Riachuelo; la propuesta de Cledia de Mello que funda una escuela experimental en Montevideo, enseña a maestros en todo el país e inicia el sistema de “clases abiertas”. 

 

UNA INQUIETUD DE ACTUALIDAD

 

La historia de la educación uruguaya sugiere que antes de reformar se experimente, se ensaye, intente y finalmente compruebe, para luego valorar y decidir qué modificar y con ello generalizar, llevar a todos los involucrados los beneficios obtenidos, ya confirmados como tales. En educación es difícil si no imposible conocer de antemano lo que las épocas han vuelto anticuado o caduco y, más todavía, conocer qué es lo que requiere la etapa social y económica en que se vive.

Sin duda, la inteligencia de los jóvenes está sometida a múltiples cambios, que son los cambios inherentes al ineluctable devenir de los hechos sociales y a los imprevisibles cambios de la convivencia y de las relaciones económicas y tecnológicas que invaden la vida de las comunidades. Pero los recursos con que cuenta la inteligencia joven para acomodarse enseguida a las situaciones que hasta superan a la de sus progenitores, no han cambiado tanto y, en esencia, en lo que atañe al desarrollo de las capacidades psíquicas y neurológicas, son casi los mismos.

Desde Darwin se sabe que la inteligencia no aumenta ni disminuye por sólo el transcurso del tiempo, y que lo que ocurre con ella en su vicisitud concreta es lo que la modifica, lo que se ve obligada a hacer, a desarrollar y hacer crecer para alcanzar las vías de la mejor supervivencia. Por lo que forzar el cambio, apresurar las técnicas de los aprendizajes sólo porque han cambiado las formas de la convivencia, es algo que debe pensarse bien, que debe confirmarse mediante el estudio del tipo que recomendaba Enriqueta Compte y Riqué en su Proyecto.

La conciencia profesional de Compte y Riqué se parece a un puesto de “observación y de estudio”, para decirlo con sus mismas palabras. Cree que es imprescindible que junto al aprendizaje teórico el maestro curse una práctica docente antes de recibirse, porque no puede entrar a dar clase sin una experiencia directa en el aula. Guardaba una capacidad innata para distinguir “la novedad de la novelería”, porque si “en tal parte observan, estudian, descubren, nosotros también debemos observar, estudiar, descubrir…” (citado por Elizabeth Ivaldi en Palomeque, 205).

Había viajado por Francia, Bélgica, Holanda, Alemania y Suiza, a raíz de habérsele encomendado en 1889 por la Dirección General de Instrucción Pública la misión oficial de “conocer la organización y los métodos de los Jardines de Infantes europeos”. Su obra surgía con no poca justificación por su severa crítica que “realizaba al funcionamiento de las escuelas de 1er. Grado existentes”. Y en 1917 la doctora italiana María Montessori, de recalada en Buenos Aires, mantuvo un encuentro con Compte y Riqué, del cual surgieron algunas sugerencias que supo tener en cuenta (Ivaldi, en Palomeque, 196, 208 y 220).

Compte y Riqué introduce definitivamente el criterio según el cual se impone “el conocimiento y el respeto por la individualidad del niño”. “La observación de los niños, y el registro en forma de ‘biografías’, fue una práctica instalada en el Jardín de Infantes de Montevideo desde el momento de su fundación”. Elizabeth Ivaldi transcribe esta reflexión de Compte y Riqué en Estudio y trabajo: “los métodos de enseñanza son, en general, artificiosos… porque se dirigen a un niño concebido por estudio introspectivo de las facultades desenvueltas en el hombre adulto” (ib., 216).

            La teoría es puesta a punto; el volumen Lecciones de mi escuela contiene un serie de estampas de la vida en la escuela de gran valor pedagógico. Puede considerarse canónica, no sólo por contener anécdotas y estampas de la vida curricular, sino principalmente por constituir ejemplos enriquecedores para la teoría. Es lo que suele surgir del trabajo con niños más allá del significado momentáneo y ocasional, en lo que guardan como contenido a tener en cuenta como pedagogía nacida de las condiciones reales del niño. Por lo que son las mejores para tener en cuenta en la confección de las proposiciones pedagógicas que, si son auténticas y alcanzan el plano de una posible generalización, en el propósito de servir a todos los estamentos de la sociedad, pueden llegar a formar parte de la historia de la educación. Estas estampas, todas surgidas de la vida en común con los niños en el Jardín de Infantes, eran registradas también mediante la toma de fotografías que la maestra realizaba personalmente.

 

REFERENCIAS:

COMPTE Y RIQUÉ, Enriqueta (1933). Estudio y trabajo, Montevideo, Edición Homenaje.

COMPTE Y RIQUÉ, Enriqueta (1933). Lecciones de mi escuela, Montevideo, Edición Homenaje.

PALOMEQUE, Agapo Luis y Equipo (2012). Historia de la Educación Uruguaya, T. 3, Montevideo, Ediciones de la Plaza.

jueves, 3 de agosto de 2023

EL TIEMPO, ¿EXISTE O NO EXISTE?

Una de las preguntas más atendidas y estudiadas, y que cuenta con las respuestas más famosas en la historia de la filosofía y la ciencia, es la pregunta por el tiempo. Si no se han dado respuestas contundentes, al menos figuran las de quienes han tenido el valor de pronunciarse al respecto. Lo que sigue es lo que han dicho algunos metafísicos, físicos y filósofos.

“Conviene, primero, plantear correctamente las dificultades sobre el tiempo a fin de determinar, mediante una argumentación exotérica, si hay que incluirlo entre lo que es o entre lo que no es, y estudiar después cuál es su naturaleza”, declara Aristóteles. Pues “si ha de existir algo divisible en partes, entonces será necesario que, cuando exista, existan también las partes, o todas o algunas. Pero, aunque el tiempo es divisible, algunas de sus partes ya han sido, otras están por venir, y ninguna ‛es’. El ahora no es una parte, pues una parte es la medida del todo, y el todo tiene que estar compuesto de partes, pero no parece que el tiempo esté compuesto de ahoras.” (Física, Libro IV, cap. 10, 264-5)

Agrega que “sin cambio no hay tiempo”, que “no hay tiempo sin movimiento ni cambio”; así, “el tiempo no es movimiento, pero no hay tiempo sin movimiento” (ib., cap. 11, 269). Según Rovelli, Aristóteles sugiere, desde que el mundo es un incesante cambiar, que lo importante es el acontecer, no el ser. “Concebir el mundo como un conjunto de eventos, de procesos, es el modo que mejor nos permite captarlo, comprenderlo, describirlo. Es el único modo compatible con la relatividad.” (Rovelli, 76)

El lógico megárico del siglo IV a. C. Diodoro Cronos es quien incluye al tiempo en la lógica modal. Si A implica B (A → B) en un momento t, “sea cual sea el momento t, no se da jamás que A sea verdadera en t y B falsa en t”. Intenta reducir esta lógica a la lógica del tiempo, lo que se continúa en autores posteriores, como Pedro Hispano en el siglo XIII y en otros como Bolzano y Stuart Mill en el siglo XIX, tradición que luego será abandonada, incluso por Russell (Gardies, cap. 1). El tiempo, pues, preocupa a los lógicos más antiguos y a los más modernos.

¿Tiene principio el mundo? ¿Lo tiene el tiempo? Para Santo Tomás el mundo ha existido siempre, como ha existido su creador, y así se desprende de la parábola de San Agustín (en La ciudad de Dios): “Si el pie estuviese desde toda la eternidad sobre el polvo habría tenido siempre bajo sí su huella, la cual nadie dudaría de haber sido estampada por el que allí pisara, así también el mundo ha existido siempre, porque existe siempre el que lo ha hecho.” Ambos santos miden con una misma vara el mundo y el tiempo. Santo Tomás recuerda lo que dice Boecio al respecto (en La consolación de la filosofía): “Aunque hubiese existido el mundo siempre, no por eso sería igual a Dios en cuanto a la eternidad, porque la existencia divina es toda a un mismo tiempo, mientras que la del mundo siempre sería sucesiva” (Santo Tomás, 229).

 

OPINIONES FAMOSAS          

 

Russell afirma que San Agustín merece un “alto lugar como filósofo”, entre otras cosas por haber anticipado la teoría kantiana del tiempo (Russell, 13). Agrega que “los contenidos presentes en mi mente, que por medio de la expectativa se pueden extender al futuro, se podría llamar tiempo ‛subjetivo’” (ib., 277). El tiempo es algo en movimiento, y se representa por una línea que sería su trayectoria, o por una cinta en la que estarían estampados cada uno de sus momentos (problema  que se conoce como anisotropía del tiempo, esto es, que el tiempo parece seguir cierta dirección, que fluye o que discurre como una flecha).

Bergson objeta que el tiempo se mueva a través de esta línea: “sabíamos que la duración se mide por la trayectoria de una cosa móvil, y que el tiempo matemático es una línea; pero no habíamos advertido todavía que esta operación difiere radicalmente de todas las demás operaciones de mensura, pues no se ejecuta sobre un aspecto o sobre un efecto representativo de lo que se quiere medir, sino sobre algo que lo excluye. La línea que se mide es inmóvil, el tiempo es movilidad; la línea está del todo hecha, el tiempo se va haciendo y hasta es lo que hace que todo se haga”. Así, “jamás la medida del tiempo cae sobre la duración en cuanto duración; lo que se cuenta es sólo cierto número de extremidades de intervalos o de momentos, o lo que es lo mismo, detenciones virtuales del tiempo.” Resumen: “pensamos en la medida de la duración, no en la duración misma” (Bergson, 10).

Agrega Bergson que cuando se quiere medir el tiempo, como su esencia es el transcurrir, apenas se presenta una de sus partes cuando sobreviene la otra; resultando por tanto la superposición de parte a parte, con el fin de medirlo, imposible, inimaginable, inconcebible […] Pero, en el caso del tiempo, la idea de superposición implicaría un absurdo, pues todo efecto de la duración que sea superponible a sí mismo, y por consiguiente mensurable, tendrá por esencia el no durar […] Pero esta duración, que la ciencia elimina y que es difícil de concebir y de expresar, se la siente y se la vive. ¿Como podríamos dar con ella? ¿Cómo se revelaría a una conciencia que sólo quisiera verla sin medirla, que la sorprendiera sin detenerla, que se tomara, en suma, a sí misma por objeto, y que, siendo a la vez espectadora y actora, espontánea y reflexiva, acercara la atención que se fija y el tiempo que huye hasta hacerlos coincidir juntos?”

Hablar del tiempo, quizá, es hablar de una fantasía, pues sólo es hablar de mediciones del tiempo, no del tiempo. Nos representamos el tiempo como algo que se mueve, que pasa y que, en puridad, no tiene presencia (gr. parousia), o sea, que no existe como existen las cosas, siquiera por un instante (se presenta y ya desapareció). Eso mismo que permanece a la vista está siempre cambiando, por lo que, si el tiempo produce el cambio, no puede cumplirse en él simultáneamente el cambio y la permanencia. Esto es lo que piensa la mayoría de los autores mencionados.

Como se trata siempre de algo, lo que se considera no es el pasado ni el presente ni el futuro, sino una cosa, una idea, un hecho, un proceso, lo que sea, algo que no es tiempo. Se dice, por ejemplo, que un ser o una cosa pertenece al tiempo, al pasado o al presente. Esa cosa existe, sea en el estado de la materia que sea, pero de alguna manera existe, aun cuando su presencia haya cambiado completamente, aunque ya no sea posible percibirla con los sentidos, aunque sólo sea un conjunto de átomos. Es un hecho que sigue existiendo, porque nada desaparece y todo se transforma. Entonces, no pertenece al tiempo, al pasado ni al presente: sólo existe de la manera que disponen los cambios.

Desde que el tiempo es considerado como “algo que pasa”, cada conciencia concibe el tiempo como algo en movimiento, en curso, como si fuera describiendo una trayectoria de atrás hacia adelante, como lo hace un móvil. Y se llega a imaginar que se podría conocer en el pasado o en el futuro yendo hacia atrás o hacia adelante. Esto se presta a confusión, porque ¿cómo sería posible viajar a través de lo que no se sabe qué es? Quizá se quiere decir que sería posible remontar los cambios mediante un artilugio tecnológico (que no hay por qué descartar como posible invención de la ciencia) que volviera las cosas a un estadio diferente en la sucesión. Se trataría de lo mismo cuando se supone que un vehículo recorrería miles o millones de años luz en el espacio, como la luz, a una velocidad increíble, o que se cubrirían grandes espacios rápidamente atajando por un agujero de gusano. En todos estos supuestos se dice “viajar en el tiempo” como viajar en automóvil, pero, ¿cuál es ese vehículo? ¿O cuál el medio por el que es posible viajar?

Derrida dice “No se puede pensar el tiempo como nada, más que según los modos del tiempo, el pasado y el futuro […] Desde el momento que el ser es sinónimo de presente, decir la nada es decir el tiempo, es lo mismo” (Derrida, 85). Pero, los filósofos han sido indulgentes con esta complicación, la concepción del tiempo como alguna cosa que se mueve de atrás para adelante y que tiene presencia sólo en el presente, una presencia discutida por tratarse, más que de presencia, de apariencia. Todo lo que dice Derrida respecto al tiempo permite pensar que tenía bien claro el problema, pero no lo hace claro al lector.

Es posible negar ese invisible objeto que cursa tan extraña trayectoria. Hemos visto cómo algunos importantes filósofos antiguos y modernos consideran que puede tratarse de una ilusión. En el siglo XVIII, Kant plantea que el tiempo existe sólo en nuestra mente como facultad habilitante y “a priori” del conocimiento: “El tiempo no es un concepto empírico extraído de alguna experiencia. En efecto, tanto la coexistencia como la sucesión no serían siquiera percibidas si la representación del tiempo no les sirviera de base a priori.” Añade: “El tiempo no es un concepto discursivo o, como se dice, universal, sino una forma pura de la intuición sensible (Kant, I, § 4, 74 y 75). Y ratifica, “el concepto de cambio, y con él el de movimiento (como cambio de lugar), sólo es posible en la representación del tiempo y a través de ella; igualmente, que si esta representación no fuese intuición (interna) a priori, no habría concepto alguno, fuese el que fuese, que hiciera comprensible la posibilidad de un cambio…”. Porque “El tiempo no es otra cosa que la forma del sentido interno, esto es, del intuirnos a nosotros mismos y nuestro estado interno. Pues el tiempo no puede ser una determinación de fenómenos externos…” (ib., § 6, 76).

 

OPINIONES IMPORTANTES

 

Las opiniones más reconocidas son: 1) el tiempo es una entidad cuya naturaleza no se conoce, pero es posible medir mediante el movimiento de los astros, 2) el tiempo es una creación de la mente por la cual es posible entender la realidad, 3) el tiempo no existe, es una ilusión. Se ha supuesto, también, que 4) el tiempo es algo, una entidad de naturaleza desconocida, pero no fluye sino que forma parte del mundo como cualquier otro elemento de la naturaleza (el tiempo es el Todo, puesto que todo está dentro del tiempo, decían los antiguos, una ingenuidad para Aristóteles).

En todas estas opiniones hay algo en común y que se atribuye o se niega al tiempo: la sustancia. Es aquello que no puede faltar al ser para ser lo que es (del latín substare, “estar debajo”). Entre los antiguos griegos, fundamentalmente Aristóteles, es la ousia, es decir, aquello que sirve de sujeto a los predicados, lo que se dice de algo (para Platón la ousia es ideal, concepción que Aristóteles critica). La de Aristóteles es, seguramente, la mejor definición de todas las que pueden encontrarse en las fuentes filosóficas y filológicas. No importe si se trata de lo concreto o de lo abstracto, y es clara ya en el dominio del lenguaje corriente. Por ejemplo, en “El recuerdo de un ser ausente se ilumina en las tinieblas del corazón, y cuanto más completamente va desapareciendo, más brilla” (Victor Hugo), no sabemos a ciencia cierta si el sujeto es concreto o abstracto, pero sabemos que se le atribuye algo propio del recuerdo, que no puede faltarle si es el de un ser amado que ya no está. Es sustancia.

Las opiniones más importantes del siglo XVII son las de Newton y Leibniz. Este último, después de hablar del espacio, dice: “A la extensión corresponde la duración. Y llamamos momento a una parte de la duración en la cual no observamos ninguna sucesión de ideas”. No cree en el tiempo como algo absoluto, independiente de las cosas, sino más bien cree en el tiempo como relaciones entre percepciones o “serie constante de ideas” (Nuevos Ensayos, T. I, Libro II, cap. XIV, 131). Newton señala que “El tiempo absoluto, verdadero y matemático en sí y por su naturaleza y sin relación a algo externo, fluye uniformemente, y por otro nombre se llama duración; el relativo, aparente y vulgar, es una medida sensible y externa de cualquier duración, mediante el movimiento (sea la medida igual o desigual) y de la que el vulgo usa en lugar del verdadero tiempo; así, la hora, el día, el mes, el año.” (Principios, Escolio en la Definición VIII, 127)

Cassirer, ya en el siglo XX, se refiere a algo muy interesante al respecto cuando dice que Newton se limita a la pura descripción de los hechos, refiriéndose sólo a las relaciones entre los cuerpos, de un espacio absoluto que no es posible explicar por la mecánica y que, en definitiva, demuestra que “es falso que la experiencia constituya el límite en el que se encierra el contenido de todo nuestro saber”. Los conceptos de Newton sobre espacio y tiempo serían metafísicos (El problema del conocimiento, T. II, cap. II, 1, a, 397).

En el siglo XVIII el obispo Berkeley concibe una idea que en cierta medida es la misma que se afirma en el XX: “me parece que no puede haber otro movimiento que no sea el relativo; de manera que, para concebir el movimiento, tienen que concebirse por lo menos dos cuerpos, cuya distancia o posición de uno con respecto al otro varía” (Berkeley, § 112, 124). No cree en el espacio absoluto de Newton que “permanece en sí mismo siempre igual e inmóvil” (ib., § 111, 122). Y tampoco cree en el tiempo absoluto: “como la continuación de la existencia o la duración en abstracto” (ib., § 97, 113).

“Siempre que intento formarme una idea simple del tiempo ‒confiesa Berkeley‒, prescindiendo de la sucesión de ideas en mi mente, sucesión que fluye de manera uniforme y de la que participan todos los seres, me pierdo y me enredo en intrincadas dificultades […] sólo oigo hablar a otros decir que es infinitamente divisible y hablar de él de manera que me lleva a concebir extraños pensamientos sobre mi existencia; pues esta doctrina pone a uno en la necesidad absoluta de pensar, o bien que transcurren innumerables períodos de tiempo sin un pensamiento, o bien que uno es aniquilado a cada paso, cosas ambas que parecen igualmente absurdas. Al no ser el tiempo nada distinto de la sucesión de ideas en nuestra mente, se sigue de ello que la duración de cualquier espíritu finito tiene que ser estimada por el número de ideas o acciones que se suceden unas a otras en el mismo espíritu o mente” (ib., § 98, 114).  Y Condillac, el fundador del sensualismo, observa que “Los sentidos no me sabrían desentrañar lo que las cosas son en sí mismas; sólo me muestran algunas de las relaciones que existen entre ellas y también algunas de las que tienen conmigo. Si mido el espacio, el tiempo, el movimiento y la fuerza que lo produce, es porque los resultados de mis medidas son únicamente relaciones, pues buscar relaciones y medir es lo mismo.” (Condillac, Primera parte, cap. V, 64)

 

SUGERENCIAS RELEVANTES

 

También en el siglo XVIII, y refiriéndose a los principios de la mecánica, el espacio y el tiempo, Euler declara: “los metafísicos, lejos de negar estos principios cuya verdad nos garantiza la mecánica, tratan más bien de deducirlos y demostrarlos mediante sus ideas. Pero reprochan a los matemáticos el vincular inadecuadamente estos principios a ideas de espacio y tiempo, que no son sino imaginarias y carentes de toda realidad.” En nota al pie, aclara que los matemáticos son Newton y sus partidarios, “los cuales defienden el realismo espacial y temporal. Los metafísicos son aquellos autores que, como Descartes, Berkeley, Leibniz y Wolff, defienden una concepción relacional, y no absoluta, del espacio y del tiempo, más próxima a posiciones idealistas” (Reflexiones, 40). Son reales las cosas que cumplen las leyes de la mecánica: esta es la idea fundamental de Euler, destacado matemático.

Como se ve, hay una fina distinción en la declaración de Euler: “Las ideas de espacio y de tiempo han corrido casi siempre la misma suerte, de modo que aquellos que han negado la realidad de una de ellas, han negado también la de la otra y recíprocamente. No será, pues, sorprendente que, al establecer la realidad del espacio, reconozcamos también el tiempo como algo real, que no subsiste únicamente en nuestro espíritu sino que fluye realmente sirviendo de medida a la duración de las cosas. Tenemos una idea muy clara del tiempo y admito que nos la formamos a partir de las sucesiones de los cambios que observamos. Desde este punto de vista, estoy de acuerdo en que la idea de tiempo no existe más que en nuestra imaginación. Pero cabe preguntarse si la idea de tiempo y el tiempo mismo no son cosas diferentes entre sí. Me parece que los metafísicos, al destruir la realidad del tiempo, han confundido el tiempo mismo con la idea que de él tenemos.” (ib., 49)

Deduce la realidad del tiempo del mismo principio que le aporta la realidad del espacio, el principio del movimiento de los cuerpos: “un cuerpo puesto en movimiento debe continuar con la misma velocidad en la misma dirección”. Desde que “el movimiento uniforme describe espacios iguales en tiempos iguales”, pregunta “qué significa ‛espacios iguales’, y “¿cómo se haría inteligible la igualdad de los tiempos?” Las preguntas son incisivas, y agrega: “Se pretende que cada ser del mundo está sujeto a cambios continuos y que es la sucesión de estos cambios la que origina el tiempo. Según esta explicación, dos tiempos deberían ser iguales, ¿a partir de qué cambios o a partir de qué cuerpo hay que juzgar la igualdad de estos dos tiempos?”

Según Euler “Nos veremos obligados a reconocer, como ha sucedido con relación al espacio, que el tiempo es algo que subsiste fuera de nuestro espíritu, o que el tiempo es algo real, lo mismo que el espacio. Me dirijo aquí a esos metafísicos que conceden aún cierta realidad a los cuerpos y al movimiento…” (ib., 51)  La posición de Euler, que es la de un matemático, físico y cosmólogo notable, y aunque prefiera inclinarse por la realidad del tiempo, de todas maneras deja entrever que es una realidad de medida, ya que el tiempo “no subsiste únicamente en nuestro espíritu sino que fluye realmente sirviendo de medida a la duración de las cosas”.

Van Fraassen hace la siguiente precisión: “La pregunta ‛¿qué es el tiempo?’ tiene un presupuesto: que existe una cosa a la que llamamos tiempo”, y se podría rechazar esta pregunta en tanto la respuesta pudiera ser “el tiempo es…”. Se refiere a que las respuestas dadas, incluida la de Aristóteles, se refieren al orden temporal y no al tiempo. Así, se puede preguntar: “¿es una entidad mental o podría existir con independencia del tiempo?” Después de declarar que la respuesta del estagirita no es del todo clara, advierte que es más clara la de Santo Tomás cuando, en el Commentarium a la Metafísica, afirma “si no hay quien numere, entonces no hay nada numerable” (van Fraassen, 117).

Evoca algunas de las más importantes opiniones sobre el tiempo: “Maimónides mantenía con firmeza que la existencia del tiempo depende de la existencia del movimiento. Avicena, sin embargo, argumentaba que el tiempo no existe sino en la mente, ya que las relaciones antes y después son de tal naturaleza que sólo son posibles por la memoria y la expectación. Duns Escoto intentó una síntesis: en cuanto el tiempo es un aspecto del movimiento es independiente de la mente, ya que el movimiento es; en cuanto es una medida, su existencia depende de la existencia de un ser capaz de medir. Descartes y Spinoza sostuvieron que la distinción entre movimiento y tiempo es una mera distinción de razón, y el tiempo es sólo un ‛modo del pensamiento’. Barrow y Newton fueron al extremo opuesto.” (Ib., 118)

 

EVOLUCIÓN DEL CONCEPTO

 

La concepción científica del espacio y del tiempo de Newton experimenta un cambio importante en el siglo XIX a partir las investigaciones de Gauss, Faraday y Ampère. Por las ecuaciones de Maxwell se unifican las leyes del electromagnetismo, se logra establecer la naturaleza física y la velocidad de la luz, que fue medida por Fizau en 1849 y ajustada por Michelson y Morley en 1887. La luz se desplaza a una velocidad constante, sea cual fuere la fuente y el sistema de referencia desde el cual se mida. Ya en el XX las transformaciones de Lorentz describen matemáticamente el espaciotiempo, es decir, el único campo tetradimensional correspondiente a la teoría de la relatividad.

El espacio absoluto de Newton, la concepción del tiempo y, sin duda, el conocimiento de la realidad física última, experimentan un cambio radical. La velocidad de la luz es una constante universal, lo que quiere decir que, cualquiera sea el estado inercial desde el cual se mida, el resultado será el mismo. Este avance representa una extensión de la física clásica. Quiere decir que “las leyes de la física son idénticas en todos los sistemas inerciales” (van Fraassen, 182).

Pero el debate no cesa y, mientras hay filósofos que niegan la existencia del tiempo, por ejemplo el inglés John McTaggart (Unreality of Time, 1908), algunos físicos teóricos, por el contrario, llegan a considerar el tiempo como paquetes de partículas, a la manera como se consideran los fotones de la luz o los gravitones de la gravedad. Para algunos no existe y para otros existe. Una posición singular es la que atribuye al tiempo las propiedades de los llamados campos, como el electromagnético o el gravitacional.

Pero no era todo y, entrado el siglo XX, Einstein modifica o, más bien, revoluciona la física. Imaginemos una fuente de luz a 300 mil km de la Tierra, y una nave espacial que se ha alejado de esa fuente otros 300 mil km (la nave está a 300 mil km de la Tierra y a 600 mil km de la fuente). La luz de la fuente, que viaja a 300 mil kilómetros por segundo, demora un segundo en llegar a la Tierra, y al cabo de ese tiempo allí es captada simultáneamente por cualquier observador (llega a todos al mismo tiempo). En la nave, en cambio, es captada después de dos segundos. Así, el famoso fluir del tiempo, supuestamente constante, depende del espacio, las distancias lo modifican, por lo que su percepción es relativa a cada observador. No es registrable a escala humana, pero se comprueba en el espacio cósmico cuyas distancias son tan enormes que la misma luz tarda en recorrerlas.

¿Qué se puede decir sobre el tiempo después de este imponente descubrimiento? Se sigue tras la pista del tiempo, pero esa pista permanece fuera de la comprensión sensible, de la percepción física tanto como de la intelección pensable (como exige la vieja máxima “ver para creer”, aunque sea posible registrar el hecho mediante instrumentos). La nueva realidad no se puede percibir, como no se puede percibir el tiempo, y debe deducirse mediante las herramientas de la física matemática, aunque, al respecto, se ha observado que “las ecuaciones fundamentales no incluyen una variable tiempo” (Rovelli, 76).

Lo que se ha dicho rinde cuenta del problema acerca de la medición del tiempo y en torno a conceptos como masa, energía o velocidad de la luz al cuadrado. Pero, la pregunta no es sobre qué es igual a qué sino sobre qué es tal cosa. En el día en que escribimos estas líneas, Google reproduce la opinión del físico italiano Guido Tonelli, para quien “el espacio y el tiempo se nos presentan como un par inseparable; no es un concepto abstracto, sino una sustancia material […] es un elemento material que ocupa todo el universo, que vibra, oscila y se deforma […] una especie de campo que permea todo el cosmos” (eluniverso.com). Pero, ¿qué es esta sustancia? Podemos desplazarnos en el espacio y por tanto “verificarlo” por la experiencia; la gravedad nos permite “corroborar” la masa; igualmente, “percibimos” la energía a escala macro, y hasta “vemos” la luz. Pero, ¿y el tiempo? El envejecimiento de los seres orgánicos y el desgaste de los inorgánicos, ¿es suficiente prueba del paso del tiempo? ¿No son pura transformación, cambio, metamorfosis?

La palabra qué, con acento escrito, representa un verdadero tormento para la ciencia y para la filosofía. La pregunta de fondo sería ¿qué es el qué? ¿A qué se refiere? No lo sabemos, y quizá la pregunta por el qué es un desliz histórico, un gran error en algún momento inmiscuido en el conocimiento humano, sin correspondencia con la racionalidad. Porque, en definitiva, nunca es posible descifrar lo último de una cosa, la naturaleza o esencia, el quid, aquello que lo explica todo de algo, la sustancia última o como quiera que se llame. La palabra qué permanece envuelta en el célebre aforismo de Nietzsche: “Peligro del lenguaje para la libertad intelectual ‒toda palabra es un prejuicio.”

             

 

REFERENCIAS

 

AGUSTÍN, San (2009). La ciudad de Dios, Madrid, Biblioteca de autores cristianos.

AQUINO, Santo Tomás de (2003). Suma teológica, antología en El orden del ser (E. Forment), Madrid, Tecnos.

ARISTÓTELES (1995). Física, Madrid, Gredos.

BERGSON, Henri (1936). El pensamiento y lo movible, Santiago de Chile, Ercilla.

BERKELEY, George (1982). Tratado sobre los principios del conocimiento humano, Madrid, Gredos.

CASSIRER, Ernst (1956). El problema del conocimiento, México, FCE.

CONDILLAC, Étienne (1982). Lógica, Buenos Aires, Aguilar.

DERRIDA, Jacques (2021). Márgenes de la filosofía, Madrid, Cátedra.

EULER, Leonhard (1985). Reflexiones sobre el espacio, la fuerza y la materia, Madrid, Alianza.

FRAASSEN, Bas C. van (1978). Introducción a la filosofía del tiempo y del espacio, Barcelona, Labor.

GARDIES, Jean-Louis (1979). Lógica del tiempo, Madrid, Paraninfo.

KANT, Emmanuel (1978). Crítica de la razón pura, Madrid, Alfaguara.

LEIBNIZ, G. W. (1976). Nuevos ensayos sobre el entendimiento humano, México, UNAM.

ROVELLI, Carlo (2018). El orden del tiempo, Barcelona, Anagrama.

RUSSELL, Bertrand (1963). Diccionario del hombre contemporáneo, Buenos Aires, S. Rueda.

 

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